Cada año tengo más claro que vivir la Navidad debería ser nuestra “asignatura obligatoria” cuando llega el final de diciembre.

En estos días, preguntas cómo, ¿por dónde vais? ¿A qué hora llegáis? … siempre han sido habituales Familias que se juntan, la alegría de los besos y abrazos y… de repente se cruza el dichoso virus, el coronavirus . De repente, rápidamente, todos los planes patas arriba.

Ayer, víspera de Navidad, me empezó a doler la garganta por la tarde y, ¡hala! todo el mundo preocupado. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Con quién has estado? ¿Tú crees que estarás contagiado? Estas son las preguntas nuevas. Las que la pandemia ha traído a esta aparente normalidad que, ni es nueva ,ni es normal.

La peste, aquella de la que hablaba Albert Camus, volvió hace casi dos años y, todavía, hay quien no quiere darse cuenta. Sólo que esta nueva peste se llama COVID-19. Lo de menos es cómo empezó sino cuándo va a terminar.  Los peques ya se han acostumbrado a dar el codo en lugar de un beso y en una entrevista de selección de personal ,o en cualquier reunión, la mampara y la mascarilla que te impide ver la cara a quien tienes enfrente, ya forma parte de lo cotidiano. Por no hablarte de las tele reuniones.

En mi caso la respuesta, tras las oportunas pruebas en un hospital y varias horas de espera ha sido… negativo. Alivio general. Podemos ver a nuestros padres, hijos, nietos. ¡Bien! Ha habido suerte. Esto siendo responsable, cuidándote, manteniendo la distancia de seguridad y todas las normas que nos han ido marcando.

El problema viene cuando los supuestos gurús, normalmente millonarios filántropos, se dedican a dar lecciones y a pronosticar el fin de la pandemia como si fueran Dios. Ya se conformarían con ser simplemente expertos en virus, pero, en fin, es lo que hay. Con que te leas, tú que lees, si tienes ganas, la agenda 2030, en la que nos dicen que “no teniendo nada vamos a ser felices”, como perdices, te puedes ir haciendo a la idea.

En esta sociedad post orwelliana que ya predijo Georges Orwell en su novela «1984» puede pasar casi cualquier cosa. Ya dice un amigo mío de un caserío que “con ser buenos no hacemos nada”. Y que de buenas intenciones está el infierno lleno. La cosa es pasar a la acción. Ya verás cómo. Sigue leyendo.

Resulta que ya estamos de vuelta en casa, los que hemos podido reunirnos. ¡Como el turrón! Así que, a pesar del coronavirus, de los gurúes, de los aguafiestas y demás “casta” solidificada o advenediza ¡qué más da!, vamos a celebrar la Navidad como Dios manda. Nunca mejor dicho.

Vivir la Navidad. Una cuestión de actitud

Me gustaría comenzar preguntándote: ¿Cómo la vas a disfrutar la Navidad? ¿Alegre o triste? Ya te respondo yo, por si las moscas: siempre alegre, aunque la vivas en soledad, que puede ocurrir. Incluso aunque estés confinado en tu habitación y te lleven la cena como al corredor de la muerte. Pues, ahí, incluso ahí, ¡alegre!

¿Alegre, por qué? Pues porque estás vivo. Y porque vivir es un motivo para dar gracias a Dios desde que te levantas hasta que te acuestas.

Y una curiosidad. ¿Has puesto un Nacimiento? ¿Qué nooo? Ya estás saliendo de casa pitando, paras en la primera tienda que encuentres y pones un Belén de plástico con María, José el Niño Jesus, la

mula y el buey y algún pastor, de plástico o de plastilina. Pero lo pones, ¡es una orden!

Siempre habrá algún incrédulo y tristón que me diga eso de que “a mí no me gusta la Navidad”.  Y, ¿qué más da? Si a ti no te gusta, a Dios sí y, seguro, que a quienes te rodean también. Así que no seas aguafiestas.

Otro seguro que dice “es que no creo en Dios”. ¡Ya!, ¿y? Él sí cree en ti. Te lo creas o no el hecho es irrefutable. Jesús cree en ti. Y nació, murió y resucitó por ti.

No importa si no te lo crees. Tú, hazme caso. Pones el Belén, un árbol de Navidad con bolitas y luces y te vuelves niño. Te va a cambiar la vida. Al menos por hoy.

¡Ah, por cierto! ¡Hoy han llamado los Reyes Magos a mis nietos! Es que tenemos enchufe los abuelos y por medio de un paje amigo nuestro que trabaja con sus Majestades hemos conseguido que llamaran a los peques. ¡Si ves sus caritas…!

Y alguno dirá “es que no tengo nietos”. Pues te los inventas. Que peores cosas nos inventamos los seres humanos.

En la felicidad está la clave

La Navidad, además de festejar el nacimiento del ser humano (y Divino) más extraordinario de la historia, Jesucristo, te permite volverte niño, disfrutar en familia, amarte y amar. Además, te permite el reencuentro y el volver a sorprenderte con las cosas pequeñas.

Y de esto va la Navidad. De ser FELIZ. Es que es muy simple.

Mira, los cristianos la festejamos porque nació un bebé, Jesús, en un establo hace ya dos milenios. Y resulta que, como en la película “Se armó el Belén”, la cosa es que Jesús creció y con un grupo de personas más bien sencillitas hizo un equipo de alto rendimiento (Team Building, le llaman ahora) y se montó la que se montó en el mundo mundial.

Es verdad que, siglos después, vino un tipo gordo con barba blanca que en trineo tirado por renos va haciendo HOO, HOO, HOO. No digo yo que no sea ilusionante sobre todo si te vas a Laponia a pasar frío. Pero, vamos, compararlo con los Reyes Magos es como de risa. Y luego con este gordito llegamos al consumo, a las luces de Navidad, a las compras y regalos, a… lo que tú quieras. Peeerooo…

Pero la esencia de la Navidad está ahí. La palabra, por cierto, viene de nativitas, o sea, NACER. Y ya sabes quien nació, no lo olvides. De ahí la ESENCIA navideña.

Como en los buenos cuentos de Dickens. La bondad, el amor, el compartir, el perdonar, el sonreír, el sorprenderte cada mañana y decir: ¡anda!, que el espíritu de la Navidad, el bueno, ha pasado por aquí y sigo vivo. A mi lado tengo a mis seres queridos, a los que nos queden, recordando a los que se fueron, a los que no están, pero siempre con cariño, con amor, con ternura y con una sonrisa cómplice. Yo ya tengo a unos cuantos que ya no están. Pero me han dicho que en el Cielo hay piscina, playas, monte frontón y que pronto hay partidos con público, no a puerta cerrada.

Así que sí. Vuelve en Navidad a tu casa interior. Vuelve a ser niño, asómbrate con cada minuto y con cada persona y prepárate para lo que viene: siempre hacia adelante y hacia arriba.

No quiero despedirme sin decirte una vez más que… ¡aquí me tienes para lo que necesites!

¿Qué necesitas compañía? Tienes en mi un coach acompañante.

¿Qué lo estás pasando mal en tu matrimonio? Ven a verme.

¿Qué no sabes para qué trabajas o crees que tu vida no tiene sentido? Cuatro ojos ven más que dos y quizá pueda ayudarte a encontrar tu camino, tu sentido vital.

Además, garantizado, lo vas a encontrar tú, no yo por ti. Y dale un vuelco a tu vida de aquí a lo que queda de año y en el nuevo que comienza.

Desde estas líneas, te ruego que dejes un hueco a aquella familia cuyo Hijo nació pobre, calentado por el aliento de unos animales, el arrullo de su Madre María y de un carpintero joven, porque San José era joven (no un viejo), un José que se jugó la vida por María y Jesús.

Si quieres darle un vuelco a tu vida y ser feliz, juégate la vida, como hizo José, el carpintero. No tengas miedo. Ábrele las puertas de tu casa y deja a Jesús nacer en tu corazón cada día de tu vida. Iluminarás a todo aquel que se encuentre contigo. Y, sin duda, descubrirás el verdadero valor y sentido de vivir la Navidad.