Pensar en el otro es algo que todos tenemos entre nuestros propósitos. Pero que no siempre ponemos en práctica. Bien porque no damos con la clave para hacerlo. O, porque nos resulta un esfuerzo realmente complejo de poner en práctica.

Para explicarte a qué me refiero, te voy a contar una historia. “Real”, para más señas.

Este año, sus majestades los Reyes Magos iban a pasar por la terraza de nuestra casa cargados de regalos. Para ese gran momento, la decoración de la terraza incluía un árbol de Navidad, un tren que rodeaba al árbol y que echaba humo y pequeñas casitas iluminadas. Como dice mi mujer: “un primor”. El objetivo de este impresionante despliegue navideño no era otro que triunfar en cuanto lo viesen los nietos (de dos años y medio cada uno).

Pensar en el otro [Primer acto]

Y, llegaron los nietos en Navidad. Nada más aterrizar, mi mujer se apresuró a enseñarles la terraza, iluminada como en un cuento de hadas. Todo muy chino. Pero, perfecto, a priori, para que los nietos abrieran los ojos como platos. No sin esfuerzo, mi mujer y yo, nos tiramos al suelo, apagamos la luz e iluminamos sólo la terraza. Nuestros nietos salieron a dicha terraza y, sin más miramiento, preguntaron: ¿y la moto?

La moto, en cuestión, es un corre pasillos de plástico que está siempre allí. Que, además, nos regalaron usado. Y, con el que se lanzan, pasillo arriba y pasillo abajo, hasta chocarse con las puertas.

Mi mujer, impertérrita, les enseñaba las luces del árbol, el tren echaba humo, las casitas iluminadas… ¿Y la moto?, volvían a preguntar.

Tras semanas de preparación, compras compulsivas y un uso desmesurado de una “tarjeta VIP” (que yo creo que tiene mi mujer en los bazares chinos), la respuesta de los nietos era ¿y la moto?

Porque la moto no estaba. O, mejor dicho, no estaba en su sitio. Es decir, en la terraza.

Pensar en el otro [Segundo acto]

Una vez resignados a que lo que querían nuestros nietos era la moto, y un tambor de la tamborrada donostiarra, que reclamaron también insistentemente, nos fuimos preparando para el Día de Reyes.

Como era de esperar, los niños se habían portado bien y el día 6 mi mujer y yo, junto con los padres de las criaturas, estábamos más nerviosos que los peques. Y ya, a las siete de la mañana, fuimos despertados  por un rumor de pequeños pasos acompañados de pequeños portazos que implicaba el toque de diana.

Acudimos raudos y, llenos de sorpresa (nosotros) apreciamos el espectáculo. En cada zapato había multitud de regalos. Cuando lograron romper los papeles de los envoltorios fueron descubriendo un tren con piezas de madera, estación incluida. Un par de helicópteros de rescate, con todo tipo de bocinas, utensilios y figuras. Espadas galácticas. Pinturas. Libros de cuentos con sonidos. ¡Una maravilla!

Pero, uno de los Reyes Magos había traído también dos trompetas de plástico. Una verde y una roja, de las de mercadillo de toda la vida. De las que, nada más soplar, hace un estridente “tuturutú, tuturutú…”. ¡Ahí fue el acabose!

Porque, ni trenes, ni estaciones, ni helicópteros de rescate, ni ropa… ni gaitas. El día 6 de enero, lo pasamos entre el “tuturutú” de las trompetas y el rataplán de los tambores. Junto a las trompetas, el Rey Mago había dejado una notita previsora que decía: “He pensado en los niños…”.  

El Rey Mago, creemos que fue el inefable Baltasar pero no estamos seguros, había pensado en los niños. Y, de aquí, me surge un mensaje, reflexión.

Tú, y yo, cuando hacemos algo para los demás… ¿En quién pensamos? ¿En el prójimo? O en lo bien que vamos a quedar.

La importancia del pensar en tu prójimo

Aquí está el meollo del asunto. Hagamos lo que hagamos, podemos hacerlo para nuestra propia satisfacción o para la satisfacción del destinatario. Es verdad que, en ocasiones, no es fácil deslindarlo. Pero, si nos esforzamos un poco, con algo de práctica, encontraremos siempre aquello que, de verdad, es un regalo para el otro. No para uno mismo.

Y es que hay ocasiones en que lo que hacemos, o lo que regalamos, nos hace a nosotros quedarnos satisfechos. Por no hablar del “regalo” para el otro que, en realidad, es para uno mismo. Por ejemplo, piensa en un buen libro que regalas a tu cónyuge pero que, en realidad,  quieres leer tú. ¿Te ha pasado? A mí muchas veces. Y, normalmente, te acaban pillando.

Por eso… ¿qué te parece si nos ponemos deberes?

Si es verdad, y lo es, que se encuentra mucha más satisfacción en dar que en recibir, piensa en si cuando “das” estás pensando en el bien del otro o en tu propia satisfacción.

La línea que separa nuestra propia vanagloria de la satisfacción y bienestar del prójimo es muy sutil y tenemos que estar atentos. Si, realmente, te importa el prójimo, tu mujer, tu marido, tus hijos, tus nietos, tus amigos, tus compañeros de oficina, las personas con quienes interactúas habitualmente… cuando vayas a “regalar” algo de ti mismo, sea tiempo, dinero o cosas, piensa en el bien que eso puede hacerle al otro. No a ti.

Así que, ¡ponte en su lugar!

Te animo a que hagas como en las películas de espías e interrogatorios policiales. Piensa como el “criminal”. ¿Qué haría? ¿Cómo actuaría? ¿Qué le motiva? ¿Qué le desmotiva? ¿Por qué actuaría así? Y, sobre todo, ¿para qué lo haría?

Busca sus conexiones. Cuando lo hagas, acertarás de pleno. Pero, bucea bien en tu interior para encontrarte a ti mismo. Descartar aquello que sólo te satisface a t. Y encontrar en “ese” (tu interior) al “otro”. Cuando lo sepas, olvidándote de ti mismo, regalarás aquello que esa otra persona quiere realmente.

Por supuesto, después, actúa. ¡Haz ese regalo! Y recuerda que el obsequio no tiene por qué ser una cosa. A continuación, entabla diálogo con la persona. Mediante el diálogo, llegarás al encuentro. Y, tras el encuentro, llegarás al nosotros.

No dudes en ponerlo en práctica y, después, si quieres, me cuentas tu experiencia. Y, por supuesto, si tienes cualquier duda o necesitas ayuda para lograrlo de forma eficaz… ¡aquí me tienes!

Y, recuerda el mensaje del Rey Mago: “he pensado en los niños”.