El enfriamiento en la relación matrimonial es, posiblemente, la situación más frecuente que viven las parejas. Sus causas pueden ser muchas y variadas. Pero una, muy habitual, es la de la injerencia en el matrimonio de alguna de las familias de origen. Dicha injerencia puede ser sutil o descarada y hay que saber protegerse de ella. Pero, de esa protección, del blindaje matrimonial, hablaremos en una próxima publicación. 

Como decía, estas injerencias familiares provocan disputas matrimoniales. Y, si no se tiene cuidado, constituyen una de las causas, a veces primordiales, del enfriamiento en la relación matrimonial.

Entre otros, un comentario habitual es:“mi cónyuge diferencia entre su familia de origen y la mía y parece que tiene una doble vara de medir. Una, más amplia cuando habla de su familia y otra, más corta, cuando habla de la mía”. Esta anécdota me da paso para hablar de un problema muy común, que denomino el síndrome “tuyo-mío” o síndrome del frigorífico, por no hablar del congelador. 

Una advertencia previa, antes de continuar. El síndrome del “tuyo-mío” o del “frigorífico” es absolutamente normal. Lo aclaro para la tranquilidad de quien lea esto o se sienta afectado. La cosa es que de una refrigeración que provoca un resfriado no vayamos cayendo en el congelador y nos agarremos una neumonía. En cualquier caso, existe remedio. Incluso, para la neumonía más grave. 

“E-mío” 

Parece mentira, pero el sentido de la propiedad está anclado en la naturaleza del ser humano desde la más tierna infancia. De hecho, una de las primeras palabras que aprende a decir un bebé, cuando comienza a balbucear, es: “e-mío”. Es lo que se llama Ley Natural. Otra cosa es que la Ley Natural la vayamos educando y completando con la Ley Moral, pasando a un nivel de mayor perfección. 

Pues bien, a pesar de la educación, los valores, las virtudes que cada persona tenga, el “e-mío” o síndrome “tuyo-mío” no desaparece ni va a desaparecer.

Normalmente la llamada de la sangre es potente. Tanto que el mismo San Pablo ya advirtió que “ni carne ni sangre heredarán el Reino de los Cielos”. Y se lo dijo a los cristianos de Corinto hace más de veinte siglos. 

Con independencia de otras explicaciones bíblicas (mucho más elevadas que la reflexión que hago aquí), me da a mí que algo vería él en aquellos primeros cristianos griegos. Y es que los afanes de la vida y el egoísmo latente en cada ser humano, presentes en cada persona, hicieron reflexionar a San Pablo y escribir a los cristianos de aquella ciudad una hermosa carta en donde, entre los múltiples temas que abarca, señala que ni carne ni sangre heredarán el Reino de los Cielos

Ahora, apliquemos esto a la vida matrimonial.

El cordón umbilical, la familia de origen y la familia de destino

Tu familia, mi familia, este síndrome del tuyo-mío, hacen que las disputas surjan entre los cónyuges. Porque, al fin y al cabo, cada uno procede de donde procede. Pero, y esto es importante, la cuestión no es de dónde procedemos sino hacia dónde vamos. 

La familia de origen la componen los padres y hermanos, tíos, primos, sobrinos y demás parientes de cada uno de los cónyuges. Así que tenemos DOS familias de origen. La familia A y la familia B. Ambas pueden llevarse bien y ser, o no, respetuosas. Al tiempo que pueden llegar a convertirse en un problema por ser enredadoras o traviesas. 

De estas dos familias A y B surge una familia destino que llamaremos C. Y esa es nuestra familia, compuesta por el cónyuge que viene de la familia A y el que viene de la familia B. Esto que parece de sentido común, es de enorme importancia.

Cuando un bebé nace, lo primero que hacen los sanitarios es cortar el cordón umbilical. Pues aquí igual. Cuando un matrimonio se constituye tiene que “cortar” el cordón umbilical con sus familias de origen para poder vivir su propia vida matrimonial. 

Pero, ¡ojo!: cortar el cordón umbilical no significa dejar de amar a aquellos de quienes provenimos. ¡Ni mucho menos!

De la misma manera que el bebé, con el cordón umbilical ya cortado, ama estrechamente a su madre y contacta con su piel nada más nacer para estrechar vínculos y alimentarse de ella.

Pero esta unión con los padres, que nos parece de lo más natural sería malsana si, con el paso del tiempo, impide que el hijo se desarrolle como ser humano. Porque el padre, la madre o ambos, lo anulan como persona. Y, lo que es peor, hay quienes, sin que su familia de origen se entrometa demasiado, no se han dado cuenta de que se han casado y siguen en una dependencia infantil, colgados de sus padres. Sin priorizar o valorar a su esposo o a su esposa. Ahí, sí hay un problema.

Del “E-mío” al “es nuestro” 

Conozco casos de algún cónyuge que, al casarse, no ha entendido que lo primero es su esposa o su esposo (y no es, en este caso, una mera cuestión de género). Es que he conocido el caso de maridos y esposas cuyo primer amor parecía seguir orientado a “su” familia de origen. Sin entender que el amor de su matrimonio es al que debían prestar atención preferente. No es de dónde procedemos sino cuál es la meta, que no es otra que nuestro matrimonio.  

Aquí, el quid de la cuestión está en la palabra nuestro y ese término se refiere al marido y a la mujer. No a los padres, hermanos y demás familia de origen.

Desde luego, amar a toda la familia en sentido extenso está muy bien. Y es un deber de cualquier hijo, soltero o casado. Pero, una vez casados, para los cónyuges, su deber y su amor consiste en amarse mutuamente. Esa es nuestra meta: nuestro amor del que surge nuestra familia.  

Por cierto, esa nuestra familia, se conforma desde el mismo momento en que los contrayentes se dan el “sí, quiero”. Después pueden venir, o no, los hijos. Pero la nueva familia ya está formada. Y esto es esencial entenderlo. Tanto por los padres, que nos desprendemos de nuestros hijos, como por los cónyuges que componen el nuevo matrimonio y que se desprenden de sus respectivos padres y familia de origen. 

Y es que desprenderse no es dejar de amar, pero sí implica priorizar para amar mejor. Y evitar, a futuro, el enfriamiento en la relación matrimonial.

La prioridad: “someterse” por amor 

La esencia del matrimonio implica el sometimiento por AMOR.

Lo de “someterse” no está de moda y creo necesario explicarlo bien. Puesto que es muy importante que no se malinterprete.

Ese someterse debe ser MUTUO, LIBRE y por AMOR.

Con esas tres condiciones. Es priorizar al otro sin caer, jamás, en un sometimiento esclavizante. Consiste en descentrarse, salir de uno mismo, hacer que ambos corazones estén listos para amar. Con el objetivo de que se conviertan en un único corazón. Por supuesto, respetando la individualidad de cada cónyuge, de cada persona.  

La Iglesia, muy madre, lo ha entendido desde siempre. Y ha concretado las duras palabras de Cristo a los fariseos recriminándoles su dureza de corazón, al repudiar a su mujer por cualquier motivo, con la siguiente fórmula matrimonial: 

“Yo, (nombre del novio/a), te recibo a ti, (nombre de la novia), como esposa/o y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”

Tras pronunciar esa promesa, ahora mi prioridad es la tuya. Mi amor eres tú. Mi Cristo más cercano es mi esposa, o mi esposo. Y a esa persona me debo y me entrego con generosidad y, en muchas ocasiones, con sacrificios que no son sencillos de sobrellevar. 

Si no tienes Fe, lo que sí te digo es que la generosidad y la entrega siempre tienen premio. Lo afirmo porque, quien me lee y no es católico, a veces, confunde a este humilde coach de acompañamiento con un teólogo. Y no lo soy. Aunque sí soy católico, tengo Fe y, creo, sentido común.  

Entrega, generosidad y encuentro. Ingredientes para evitar el enfriamiento en la relación matrimonial

La digresión anterior viene al caso porque si te entregas con generosidad al amor de tu cónyuge serás mucho más feliz, superarás el síndrome “Tuyo-Mío”, pasarás a compartir el nuestro y provocarás, provocaréis juntos, el encuentro mútuo entre ambos esposos. 

Pero … ¡cuidado!

Aquí que nadie se engañe: quien me diga que jamás ha sentido el farisaico impulso de “repudiar” a su mujer o a su marido, aunque sólo sea por unas horas, o miente o no sabe lo que es amar.  

Y es que el amor no consiste en ser valiente sino en superar el miedo, que no es lo mismo. La generosidad en la entrega implica superar tus propios miedos, auto responsabilizarte, saltar de la trinchera al campo de batalla y salvar hasta el último hombre, como en la película.

Como imaginas, salvar hasta el último hombre supone aquí salir de uno mismo; luchar por tu matrimonio, como si no existiera otra cosa; rogar, perdonar, pedir perdón, rectificar, sacrificar tu orgullo y sí… someterse. Pero, someterse por amor, que es el mayor acto de generosidad. Es pasar de la atracción sexual a la atracción personal. Lo que implica amar a la totalidad de la persona, con su belleza y con su fealdad, con sus virtudes y defectos. Es decir, en su integridad. 

Por lo tanto, si te sometes por amor, rompes con el cordón umbilical que te une a tu familia de origen, priorizas el amor a tu mujer o a tu esposo priorizando ese amor y poniéndolo siempre por delante, sin dejar de amar a tu familia de origen, verás, cada vez más claro, que tu misión es alcanzar la perfección del Amor junto a tu cónyuge. Es lo que, sencillamente, se llama, en el ámbito cristiano, la santidad matrimonial.  

En conclusión…

Manda a la porra el síndrome del “Tuyo-Mío” y di SÍ a vuestro amor, a vuestra propia familia. Por supuesto, no te olvides de tu familia o de la suya. Pero, ten en cuenta que, ante cualquier conato de disputa, la prioridad siempre es vuestra familia, la que habéis conformado juntos. 

Por tanto, te dejo esta reflexión personal a modo de conclusión: no dejes que tu familia, o la suya, enfríen vuestro amor.

En el próximo artículo veremos cómo puedes blindar tu matrimonio sin aislarlo. Se puede y se debe.

Mientras tanto, me despido recordándote que ya sabes dónde me tienes si quieres o necesitas un acompañamiento. O si crees que es buen momento para “pasar una ITV matrimonial”. Solo tienes que contactar conmigo y nos ponemos en marcha. ¡Aquí estoy para vosotros!