Afrontar la incertidumbre que generan los problemas nunca ha sido tarea fácil. En la vida, hay momentos en que todo parece ir al revés. Una enfermedad, un fallecimiento, enfriamiento de las relaciones personales, reveses económicos, el cuidado de personas con un carácter complicado, temas legales que se complican, temas laborales que hay que resolver y que uno no sabe o no puede abordar. Y así podríamos continuar casi hasta el infinito.

Lo peor surge cuando cada uno de los elementos, que por sí solos generan ya una buena dosis de inquietud, se acrecientan de forma superlativa al darse todos bien pegados, uno a otro, en el tiempo.

Cuando eso ocurre, la “coctelera interior” se llena, rebasa el borde y, a nada que se agite, explota en forma de tensión interior, sensación de falta de respiración, depresión, ansiedad o, incluso, estrés. A esto se le añade, si no la falta de sentido, al menos, la sensación de que vas por la vida como pollo sin cabeza. Esperando el momento en que el panorama se aclare.

Entonces… ¿Qué hacer cuando vienen mal dadas?

¿Y, cuando el futuro se vislumbra incierto?

¿O cuando uno no sabe qué va a pasar?

¿Qué hacer?

La tristeza interior y el túnel por recorrer

La tentación en esos malos momentos es la de dejar que la vida siga. A ser posible, desde la cama. Agarrarte al zapping televisivo con todas tus fuerzas mientras estás paralizado en la esquina de tu sofá favorito o en tu rincón predilecto. Y, así, esperar a que escampe la tormenta (si es que escampa). Porque, hay torrenteras que duran un buen siglo. O eso le parece al que la sufre.

Y, así, surge la tristeza interior.

La tristeza interior, la sequedad, incluso, la inquietud denotan algo que podemos definir como “el síndrome del yo, me, mi, conmigo”. Pero para quienes somos creyentes, para quienes creemos que Dios, son también períodos de los llamados de prueba. Son esos momentos en que cedes a la tentación de dejar de rezar, de pensar que todo el mundo se ha vuelto en tu contra y que cualquier sinvergüenza la tiene tomada contigo.

La realidad es que no es así.

La diferencia entre deambular por un túnel oscuro muy largo y salir de él sólo radica en la aCtitud (con “C” de Cuenca).

Puedes estar en el túnel, puedes quedarte en él o puedes intentar salir. Si el túnel es corto y recto, no hay mayor problema. Al final ves la luz. Si el túnel es largo, con curvas a derecha e izquierda, con doble dirección y un solo carril, antiguo y sin salidas ni luces de emergencia la cosa se complica. Pero sigue siendo un túnel y todos los túneles, por definición tienen salida. Todos, sin excepción.

Si eres de los que ve películas de acción, suspense y tiros, puede que me digas que el túnel puede haber sido volado en su salida y de que dicha salida se encuentra tapiada por un grueso muro de piedras. Un callejón sin salida, para que nos entendamos: una ratonera. Además, los malos avanzan a tientas, pero con mejores medios que tú así que lo llevamos claro.

Puestos ya en esta tesitura dantesca quedan dos opciones, como en las películas: te quedas paralizado o tiras para adelante. Siempre, podrás decir, hay alguna baja en esta situación, incluso de personas que se arriesgan y son generosas, de personas vitales. Pero, quienes se quedan, sí o sí, sin ninguna duda, dentro del túnel son quienes pierden la esperanza, quienes pierden las ganas de vivir.

Un ejemplo de cómo transitar el túnel: San Ignacio de Loyola

Mi buen paisano y santo, Iñigo de Loyola, después San Ignacio, quedó lisiado y maltrecho en el sitio de Pamplona (justamente desde donde escribo este pequeño artículo). Él, volvió a su casa natal de Azpeitia, además de maltrecho, bien fastidiado. Su orgullo varonil, y su carrera militar, a la porra. Y, además, teniendo que afrontar un par de duras operaciones en carne viva para ver si le arreglaban la pierna y su estética de hombre de armas tomar y conquistador de damas quedaba satisfecha.

El bueno de Íñigo era, como buen vasco, bastante cabezón. Y, como la convalecencia era larga, pidió libros de caballería para entretenerse. Noveluchas, diríamos, para pasar el rato. Entonces no había ni Internet, ni televisión. Y en su casa sólo había vidas de santos. Así que le dijeron: mira majo, o te lees esto o tú mismo, porque otra cosa no hay.

Y en esa resignada lectura se enfrascó Iñigo, porque no quería quedarse en el lecho, mirando al techo, unos cuantos meses. Ese lecho y ese techo eran su túnel. Su vida, sus ideales, su orgullo, su vanidad y su EGO, quedaron a un lado.

Algo de esto le ha pasado a un amigo muy íntimo que tengo la suerte de disfrutar y, en ocasiones, de padecer. Ese amigo, querido lector, soy yo.

Una mala temporada, racha o, como quieras, que los coaches, acompañantes, también tenemos las nuestras.

Pero volvamos a Íñigo, que, leyendo, reflexionando y rezando, fue avanzando. Al principio a tientas. Lo que no hizo es quedarse quieto. Y a base de avanzar y retroceder. A base de anhelar, de suspirar y de sentirse fracasado fue, poco a poco, pasando a la acción. Se dice a sí mismo: ¿si este consiguió ser santo, por qué yo no?

Pero no se quedó ahí.

Lo de pensar ser santo está muy, pero que muy bien. Pero, si luego no actúas, llegamos a la conclusión de que no hacemos nada salvo pasar tristes por la vida. Y, aunque no he conocido a San Ignacio personalmente, no creo que fuera alguien timorato ni tristón. Así que, una vez recuperado, se dio cuenta de que sólo desear no basta si no pasas a la acción.

Se vistió de peregrino, dejó todos sus lujos y terminó escribiendo sus famosos Ejercicios Espirituales sobre la base del combate personal. Que es el que tenemos que librar todos los seres humanos. Nuestro propio combate. ¿Contra quien? Contra nuestro propio yo. Contra nuestro ego.

Para afrontar la incertidumbre… levántate y anda

Así que… ¿Estás triste, cariacontecido? Levántate y anda. Que es lo que Jesús de Nazaret, o sea, Cristo, le dijo al paralítico.

Y es que la parálisis mental es la peor de las parálisis. Pero hecha la referencia al túnel en el que estás, en el que estoy, vuelve a la experiencia de Iñigo de Loyola.

Te pones a andar, a tientas, a rastras, haciéndote rozaduras, cayéndote y levantándote. Y, por fin, tras muchos sinsabores, reventado, llegas al final del túnel Pero … te lo encuentras tapiado. Fin de la historia. Los enemigos te persiguen. No hay salida. No way out, que diría un hollywoodiense. ¿O sí? Resulta que hay una rendija, entra un poco de aire, casi no se ve más que un mínimo rayo de luz. Pero, es un rayo de luz de esperanza.

¿Qué hace nuestro protagonista? Se aferra al hilo de aire, al rayito de luz. Y, por ahí, comienza a escarbar, con un dedo, un palo, una mano o con lo que sea. Y sigue y sigue.

Al cabo del tiempo, el agujero comienza a ser más amplio, Muy pequeño, pero mayor que al principio. Y sigue. No tiene nada, pero sigue. No pierde la esperanza.

Por fin, tras mucho empeño, magulladuras, machacado, se abre camino. No sabe ni cómo. Pero ha salido del túnel.

Siguiendo con “historias de la Historia”, ¿cómo llegó a Guetaria mi guipuzcoano paisano Juan Sebastián de Elcano tras los desastres de aquella expedición que dio la vuelta al mundo por vez primera? A aquella gente no había quien la parara y los que tiraban para abajo eran debidamente corregidos. Al final llegaron. Exhaustos, medio muertos, pero llegaron.

Puedes poner todas las excusas que quieras, pero en toda historia de superación tienen una constante: la perseverancia.

Cómo salir de tu túnel personal

¿Te encuentras triste, deprimido y no ves salida al final de tu túnel? Mira a tu alrededor. Sal de ti mismo y ponte un reto de amor por amor.

Hazte cada día esta pregunta: ¿a quién puedo ayudar hoy? Hace poco me lo dijo un buen cura de pueblo que ha sido misionero. Te voy a poner dos retos, me dijo:

  1. Cada mañana da gracias a Dios por el nuevo día y le dices: hoy voy a hacer todo por amor a Ti.
  2. Que tu vida sea un regalo para los demás. Ilumina con tu presencia a cualquiera con quien te encuentres. Transmítele paz, alegría y ganas de vivir.

Ahora, como siempre pasa, si has leído hasta aquí podrías decirme eso de “es que yo no creo en Dios”. Y te respondo: no importa Él sí crece en ti. Y esto, que esta ya ratificado científicamente, lo dejo para tu reflexión y búsqueda: no creer en Dios es irracional y lo demuestra la ciencia.

Pero es que, además, hacer las cosas por AMOR lo cambia todo. Y para que me entiendas te voy a poner un ejemplo autobiográfico de ahora mismo: hoy yo no quería escribir este artículo. Pero lo he escrito. ¿Por qué? Por AMOR a ti. Y sé que, quizás, a alguien le pueda hacer bien.

Así que ya sabes: no importa cómo te encuentres. Lo primero de todo, recuerda que el cuerpo envía señales. Si diafragmáticamente tienes la sensación de no poder respirar ve a un buen médico. Aunque, no siempre lo que se necesita es un poco de ayuda química.

Busca siempre un buen grupo de amigos y familiares. Y, si como yo, eres racional y por lo tanto crees en Dios, busca un buen sacerdote. La combinación de familia+ amigos+sacerdote es infalible. Si, además, rezas, aunque no creas, y pides ayuda a Dios, ten por seguro que la ayuda va a llegar de la manera en la que menos imagines (por cierto, eso vale tanto para creyentes como para agnósticos).

Para terminar, te dejo con la famosísima cita de San Ignacio: en tiempos de desolación no hacer mudanza. Es decir, no tomes decisiones al buen tuntún.

Pero, por favor: “LEVÁNTATE Y ANDA”. Y, aunque  aquí me he permitido “apropiarme” de estas célebres palabras Suyas, es obvio que ni me aproximo a la sabiduría de Cristo. Pero si me necesitas para compartir tus pensamientos, acompañarte y tratar de echarte una mano, aquí me tienes para ayudarte a afrontar la incertidumbre que no te deja ver la luz al final del túnel.